La patota

Los límites de la convicción

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El estreno de “El estudiante” (2011), de Santiago Mitre, significó un pequeño hito en el devenir reciente del cine independiente argentino, no tanto porque confirmara que se puede filmar con grandes ambiciones por fuera de los clásicos circuitos de financiación del país –sobre todo, por fuera del sistema de créditos del Incaa– como unos años antes ya lo había anticipado “Historias Extraordinarias” (2008), de Mariano Llinás (no por casualidad uno de los padrinos del filme), sino porque abordó de frente una dimensión de la vida pública argentina que hasta el momento había permanecido extrañamente elidida en la cinematografía nacional: la política y sus prácticas asociadas a la construcción del poder. Acaso como una herencia cultural de la larga década menemista, el Nuevo Cine Argentino del siglo que despuntaba hizo de la reclusión en el ámbito de lo privado una marca de fábrica que lo llevó a esquivar las referencias al presente político que progresivamente fue ocupando todos los ámbitos de la sociedad argentina, a partir del cambio de paradigma en la cultura pública que operaron Néstor Kirchner y Cristina Fernández desde su llegada a la Casa Rosada. El estudiante salió a desafiar esa tradición que se volvió canon en el ámbito de la ficción, no tanto en el documental que supo mantener una preocupación constante por abordar explícitamente algunas de las cuestiones políticas que se disputaban en el ágora pública.

Cuatro años después, y tras un ensayo netamente experimental como fue “Los posibles” (2013), Mitre vuelve con un filme legitimado por el Festival Internacional de Cannes, que hace unas semanas le otorgó dos galardones, el Gran Premio de la Semana de la Crítica y el de la Federación Internacional de Críticos (Fipresci). Remake libre de un clásico homónimo de Daniel Tinayre de 1960, “La patota” vuelve a indagar sobre algunos de los dilemas centrales que desplegaba aquella película pero desde una posición en principio opuesta: si en “El estudiante” se terminaba imponiendo una mirada escéptica respecto a los ideales políticos de los militantes a partir de las prácticas concretas que impone la construcción del poder, aquí el director explora la consistencia que pueden alcanzar las convicciones ideológicas cuando son introyectadas por los sujetos como una elección efectiva de vida. El diagnóstico de fondo respecto a la sociedad, empero, tal vez no sea muy distinto.

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La escena de apertura confirma ya el dominio que ostenta el director sobre su puesta en escena: en un plano sin corte de casi diez minutos, la cámara sigue alternativamente a dos personajes en una discusión, moviéndose coreográficamente detrás de los cuerpos que se desplazan en un escenario reducido. Ellos son Paulina (Dolores Fonzi), protagonista excluyente de la película, y su padre, un poderoso juez (Oscar Martínez), que mantienen una pequeña batalla dialéctica sobre la nueva elección de vida de la primera, una prometedora abogada que reniega del mandato paterno de seguir la profesión para volver a su Misiones natal a militar en un proyecto pedagógico de un pueblo carenciado. La discusión no sólo revela una relación de poder (ya desde cómo están ubicados los cuerpos: ella sentada y el padre parado girando a su alrededor), sino que pondrá en claro el centro de la película: el choque entre las convicciones ideológicas de la protagonista y su contexto de clase. Paulina se trasladará efectivamente a Misiones para oficiar como maestra de una pequeña escuela rural en un programa de educación cívica, pero su experiencia será pronto truncada en una noche donde será violada por cinco de sus alumnos. El trauma desatará el conflicto central de la película, que no sólo versará sobre el padecimiento de Paulina, sino que en una decisión arriesgada buscará mostrar también la mirada de los atacantes: en efecto, Mitre decide bascular el punto de vista para retratar el mismo episodio desde la posición del atacante, aunque sin terminar de adoptar su mirada. Si la operación puede resultar desconcertante para un espectador promedio, más lo será el derrotero que tomará a partir de ahí Paulina, que en vez de denunciar a sus agresores iniciará un periplo individual para tratar de entenderlos a partir de su situación de vida, contra la opinión no sólo ya de su padre sino de todos sus vínculos afectivos. Las circunstancias la pondrán finalmente ante una encrucijada moral, la posibilidad de facilitar el castigo de los culpables como pide la sociedad o efectuar un acto de indulgencia cuyas consecuencias son acaso imprevisibles.

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Obra de una candente actualidad, La patota explora en su centro el sostenimiento de una convicción hasta sus últimas consecuencias: la propia puesta dominada por una cámara al hombro que sigue obsesivamente a la protagonista, construye al personaje de Paulina como un misterio, una incógnita que busca interpelar al espectador con temas sensibles de la época. Si Paulina duda sobre denunciar a sus agresores es porque cree que su situación es parte de una realidad que la excede, que tiene que ver con las condiciones de desigualdad que organizan la vida de la sociedad, una lectura explicitada excesivamente por el guión. De allí que la decisión de Mitre de abarcar los distintos puntos de vista resulte coherente, aunque se trata de una falsa ecuanimidad: basta ver los distintos modos en que se narra la violación (la primera vez en fuera de campo, la segunda en un plano frontal que pese a su movilizad y fugacidad recuerda al polémico plano de “Irreversible”, de Gaspar Noé), para intuir esa distancia representacional.  Ocurre que el filme tampoco puede adoptar la mirada de los otros, no tanto por la agresión que ejecutan (que si bien no justifica, sí contextualiza con diversas vueltas de guión, aunque reproduciendo una mirada estereotipada sobre la marginalidad), sino porque, en el fondo, planea un diagnóstico similar al desplegado por El estudiante sobre la sociedad: la creencia de que las prácticas y las relaciones de poder que articulan el mundo son finalmente inamovibles, un poderoso Leviatán que ninguna convicción política podrá inmutar.

Por Martín Iparraguirre

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