Los descendientes

Una ventana al mundo

 

Una vez más, el mejor cine que se podrá ver por estos días en nuestra ciudad estará fuera de las salas comerciales. La novedad a celebrar es que ese buen cine es cordobés: el estreno de Yatasto en el Espacio INCAA km. 700, ubicado en la Ciudad de las Artes, no debería pasar desapercibido para los amantes del séptimo arte; no tanto porque se trate de una película local, sino por su ostensible calidad y la extraña alquimia que logra con ella, a saber: enfrentarnos a un mundo nuevo, que forma parte de nuestra cotidianeidad pero que obstinadamente lo negamos y naturalizamos. Filme sobre la educación y la supervivencia, sobre la más frágil condición humana, Yatasto puede llegar a ser un viaje revelador, un encuentro que no dejará indiferente a nadie: esta ventana abierta a la existencia de Bebo (15 años), Pata (14) y Ricardito  (10), tres niños cartoneros que recorren la ciudad sobre un carro como única vía de salvación, es un testimonio esencial de nuestro mundo, acaso también un retrato indirecto de nosotros, los que quedamos adentro (y reproducimos las condiciones) del sistema. Pero como ya hemos escrito aquí sobre la película (la nota se puede recoger en la página web del diario), debemos ir a la búsqueda de otro estreno.

Hay una distancia inconmensurable entre Yatasto y Los Descendientes, últimos opus de Alexander Payne, una de las pocas películas mínimamente dignas que sobreviven en las grandes salas de la ciudad. No sólo por sus presupuestos, por la situación particular de sus protagonistas o por sus tramas (aquí, unos niños pobres que aprenden el oficio familiar, allí un aristócrata que deberá reconstruir su familia), sino también por el planteamiento político y formal de cada película. Pero ambas obras forman un curioso díptico a partir de la recurrencia de ciertos temas (el aprendizaje, las relaciones familiares, las ausencias, etcétera) y la oposición de sus respectivos universos, un doble programa interesante para pensar el mundo en que vivimos y cómo el cine se relaciona con él. Lo primero a aclarar es que Los Descendientes constituye, en cierto sentido, lo opuesto a Yatasto. Amable aún en su aridez, reconfortante en su planteamiento narrativo y formal (con una banda de sonido capaz de aligerar todo), el filme de Payne no podrá jamás incomodar como lo hace Yatasto, ni alcanzar su nobleza formal o su justicia ética y política. Pero Payne es un director diestro, capaz de mezclar con eficiencia diversos géneros en sus películas (drama y comedia sobre todo), y de manejar un registro que se despega de los cánones industriales sin ser un independiente total: aún en su amabilidad, Los Descendientes es capaz de retratar una tragedia familiar sin manipulaciones ni grandes anestesias, apenas con la salida de proponer una discreta esperanza para el futuro.

El monólogo de apertura de su personaje principal propone ya una lectura: vivir en Hawai no es el paraíso soñado, la gente sufre tanto allí como en todos lados. La voz es de Matt King (George Clooney, en otro gran trabajo), un empresario perteneciente a una larga aristocracia local, cuya esposa Elizabeth (Patricia Hastie) acaba de quedar en coma tras un accidente. Siempre ocupado en su trabajo, Matt ha pasado su vida sin conectarse con su familia, a la que tiene abandonada desde hace tiempo, pero de repente deberá hacerse cargo de sus dos hijas, Scottie (Amara Miller) de 10 años y la rebelde Alexandra (Shailene Woodley) de 17, a las que no conoce ni comprende. Para colmo, apenas le informen que su mujer no podrá sobrevivir, también se enterará de que le estaba siendo infiel, lo que terminará de trastornar su universo: será el inicio de un largo camino de reconciliación con su entorno y consigo mismo, en el que Payne propondrá un humanismo carente de candor pero amable con sus personajes y sus condiciones de vida. Habrá también una trama social, que tiene que ver con la venta de un terreno de los ancestros de King, que podría hacer terriblemente rica a su familia pero que es resistida por toda la comunidad.

La mayor similitud entre ambas películas acaso esté en el humor que las recorre, que (con sus diferencias) es capaz de expresarse en los momentos más dramáticos. Claro que en el filme de Hermes Paralluelo se trata de un gran hallazgo que proviene de sus propios protagonistas (es un hallazgo político: los pobres también tienen derecho a la diversión y el goce), mientras que en el de Payne es un «valor de producción» (que deriva del premiado guión del propio director, que adaptó un libro de Kaui Hart Hemmings).  Lo curioso es que, desde mundos tan opuestos, ambas puedan hablar de la más íntima condición humana: Payne se explayará sobre la fragilidad que recorre a toda existencia, aún en los círculos más privilegiados (y lo destacable es que lo haga sin las grandilocuencias típicas de estos productos). Será tal vez una virtud del cine, un arte capaz de captar universos enteros como ningún otro ha  podido. Lo cierto, en todo caso, es que el filme de Payne se definirá por cierto psicologismo que ordene sus conflictos (se trata de una obra de aprendizaje, sobre cómo convertirse en padre), aunque tampoco se volverá dominante: es más, se diría que la virtud del director está en su mesura, en su gran capacidad para disponer los elementos de su película de un modo amable, como para que ninguno se destaque por sobre el resto. Es, acaso, lo mínimo que se puede pedir, pero suficiente como para garantizar una experiencia enriquecedora en la sala de cine.

Por Martín Iparraguirre

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