El valor de la ficción
La nueva película de West Anderson significaba, a priori, un desafío para el director texano: por primera vez abordaría una época histórica del pasado, aunque basado en la obra del escritor austríaco Stefan Zweig. ¿Se había decidido, al fin, a salir de esa fulgurante burbuja de juguete que parece su cine para dialogar con el mundo y la historia, como tanto reclamaban sus críticos? El Gran Hotel Budapest es una respuesta fulminante: no sólo se trata de la obra más personal de Anderson en los últimos años, capaz de concentrar como pocas sus estilos, temas y obsesiones, sino que es una celebración radical de la ficción que en ningún momento busca dialogar con la historia sino con las formas en las que el cine la abordó desde sus géneros clásicos, sin conceder un ápice de originalidad en su tratamiento. Bien mirada, la propuesta no carece de lucidez, pues ¿qué es a fin de cuentas la historia sino una construcción parcial (ideológica y coyuntural) en la que el cine siempre jugó un papel central para cristalizar sus (pre)conceptos en el imaginario popular? Anderson traduce todo a su mirada personal y el resultado es otro viaje lúdico a su universo, capaz de arrojar más de una ironía contra esa voluntad por relatar la historia que ostentan sus contemporáneos.
El comienzo mismo expone un marco conceptual en apariencia paradójico, aunque no lo será tanto: un escritor reflexionará a cámara sobre los mecanismos de la creación, que, sostendrá, nunca surgen de la nada o del vacío de una idealizada inspiración, sino que siempre tienen una base en la realidad y las influencias del propio autor (el monólogo será significativamente interrumpido por un niño que anticipará el espíritu del filme). La película será la puesta en escena de un libro suyo, basado en la historia que uno de sus protagonistas le contó en su juventud: relato tras relato, finalmente llegaremos al presente del filme en 1932, pleno período entre guerras, ubicados en el gran hotel del título en un país ficticio de Europa del Este (apodado Zubrowka). Un par de planos generales del hotel y sus espacios, sobre todo el lobby y el comedor, bastarán para dejar en claro el artificio: estamos ante otra exquisita casa de muñecas del director, con una idílica estética «art decó» filmada con la colorida delectación acostumbrada por Robert D. Yeoman, su inseparable director de fotografía. Todo contacto con la realidad quedará tamizado así por la intransferible visión del mundo de Anderson, un laberinto de referencias que sigue expandiendo su cine. La narración pasará así a cargo de Zero Musthafá (Tony Revolori), entonces nuevo y joven botones del hotel, que contará la vida del gran Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), distinguido y abnegado conserje del lugar, que lo tomará como su protegido. Gustave es un humanista exquisito, un dandy culto y sofisticado entregado enteramente a su oficio, al punto de convertirse en playboy para las damas de la tercera edad de la aristocracia que visitan el hotel. A su vez, Zero es un inmigrante huérfano abandonado a su suerte, con lo que la típica trama andersoniana sobre la reconstrucción de los lazos familiares quedará servida. Pero además, acaso por primera vez, sus protagonistas pertenecerán a las clases populares o incluso marginadas, en busca aquí de la oportunidad de ascenso social: resulta significativo que el camino para conseguirlo sea la adopción de la alta cultura aristocrática y la venta de los placeres perdidos a sus miembros, aunque Gustave y Zero deberán sacrificar más que su cuerpo y su trabajo cuando se presente la oportunidad. Porque en algún momento una amante de Gustave le legará un invaluable cuadro en su testamento, lo que generará el rechazo unánime de sus oscuros familiares, que lo acusarán de asesinato y conseguirán encarcelarlo: comenzará aquí una insólita película de aventuras que incluirá el ascenso de los nazis al poder, escapes fantásticos por fastuosos escenarios nevados, un malvado perseguidor que semeja a un villano de historieta (Willem Dafoe), una fantástica cofradía de conserjes de hoteles y, por primera vez también, escenas de acción que incluyen la violencia (casi siempre en fuera de campo) y sus sangrientas consecuencias, al borde del gore.
Todo, claro, narrado con la fluidez y placidez acostumbrada por el director, que vuelve a ofrecer un verdadero concierto estético, una experiencia de los sentidos que se asienta en todos los detalles estéticos y sonoros: El Gran Hotel… es también la película más ambiciosa de Anderson en términos de producción y presupuesto, lo que se nota en los descomunales escenarios que recrea con proverbial minuciosidad (tanto naturales como artificiales), con puestas que incluso llegan a la animación (como una fantástica persecución acelerada en la nieve). Su apuesta por la artificialidad es tal que aún con el contexto de la guerra y el advenimiento del nazismo como fondo, el filme constituye también su exploración más radical de la comedia, sobre la que llega a abordar diversos géneros y tonos: desde la clásica “screwball comedies” al humor negro, la parodia o las apelaciones metadiscursivas (donde quizás se encuentren las referencias históricas más directas, siempre irónicas, como cierta “influencia prusiana” que atacaría a la gente durante los 40 o las “ZZ” por las “SS”). Si a toda la dirección de arte se le agrega un guión calibrado al milímetro y unos personajes secundarios siempre singulares y con peso propio en el relato, el resultado será otra nueva inmersión lúdica y sensorial en el universo paralelo de Anderson, que por si hacía falta vuelve a ratificar que el juego y la ficción son los mejores modos de conjurar los males de este mundo.
Por Martín Iparraguirre
miparraguirre@hoydiacordoba.info
Copyleft 2014